sábado, 3 de marzo de 2012

Historias de la RiBeRa

La miraban como una arribista: ¡era joven y mujer guapa! ¿Pero qué eran ellos?, pobres diablos que atracaron aquí para tener un puesto con el que jamás hubieran soñado. Susana Garrido tenía razón. Ella, al menos, tenía una carrera y procuraba ser competente en la gestión. Precisamente esa pretensión no era bien vista entre tanta miediocridad -miediocre viene de miedo-, el gen dominante entre los altos y medianos cargos de las administraciones del Viejo Reino. Los choques con sus homólogos fueron frecuentes, especialmente con Ricardo Matallana, Director General de Acción Cultural del Gobierno de Aragón. Su currículo era apabullante, en votos claro: había sido alcalde de Épila durante varias legislaturas y ya le tocaba ocupar algún puesto de lucimiento tras haber prestado servicio como anodino jefe de servicio de la Consejería de Agricultura y Alimentación En su trayectoria cultural podía exhibir su inveterada pasión por la novela histórica, ah, también le gustaba escuchar ópera italiana de vez en cuando Susana no soportaba su prepotencia, sobre todo porque nacía de una impostura manifiesta. Ella no era una intelectual, pero lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que los aires culturetas que espolvoreaba Matallana eran ridículos. Le gustaba rodearse de artistas y creadores, pero a oídos de la Garrido llegaban los comentarios sarcásticos sobre la ignorancia rebozada del paleto con pretensiones: No hay nada más pedante que un aprendiz de cultureta pensaba. El de Épila la odiaba porque veía reflejada en ella la competencia en la gestión que a él le faltaba, también la belleza que él, hombre coqueto y ambicioso, hubiera deseado para su nada agraciado cuerpo.

<<¡Se va a acabar el despilfarro!>> Con esta pretensión entró Ricardo Matallana en la Dirección General de Cultura. El profesor Esteban Lamela, célebre escritor de novela histórica y uno de sus gurús, le había proporcionado una radiografía de la dilapidación de fondos en festivales varios, de cine y música sobre todo, mientras los creadores ocultos no reciben ningún apoyo. Al llegar al Gobierno de Aragón pidió informes a sus jefes de servicio donde se ponía de manifiesto que apenas había eventos de celebridad nacional; además éstos gastaban enormes sumas con magros resultados que no sobrepasaban las fronteras locales; por no hablar de los círculos endogámicos que se alimentaban. Los creadores ocultos recibieron con esperanza esas primeras intenciones del político, pero poco a poco se fueron diluyendo a medida que éste iba siendo invitado a los sonados eventos, donde entraba en contacto con creadores nada ocultos, glamurosos incluso. Allí Matallana se convirtió en un asiduo de los banquetes y encuentros con celebridades ante las que, casi siempre, hacía el ridículo con su pretenciosa sabiduría del Readers Digest. Las subvenciones incluso se incrementaron en la medida que los eventos desplegaban carteles glamorosos. Por el territorio aragonés transitaban una serie de glorias consagradas sin un fin determinado, con escaso provecho intelectual y nulo rédito ciudadano. Todo para mayor gloria del desaforado ego del Director General más culto que vieron los tiempos, como le bautizó un agudo escritor sin que él captase el quiebro voltairiano.

Ella había tenido que bregar muy duro.  Había crecido en la pringosa selva del marasmo rural, donde se ocultan no pocos conflictos. Susana se enfrentó a ellos desde niña. Provocaba por ser independiente, luego provocó su hermano. Héctor no podía disimular desde su temprana adolescencia una cierta sensibilidad gay (entonces se llamaba maricona o sarasa). A fin de cuentas a esos pueblos ribereños del Ebro la democracia sólo había llegado formalmente. El caso es que La Susi tuvo que salir en defensa de su hermano, sujeto de escarnios y cánticos, objetivo de las piedras; ella se enfrentó a los machos emergentes del pueblo con una determinación que los desconcertaba; aprendiendo a domar las aguas con temprana lucidez y perfeccionando la técnica conforme pasaban las riadas.

 Necesitaba los escasos veinticinco kilómetros que separaban su pueblo de la capital para pensar, para distanciarse de la maraña política. Allí activaba ese fino radar que le había llevado lejos, ese detector que ahora le estaba indicando que había llegado a cierto tope en la Diputación Provincial. El futuro que le esperaba en la administración pública no era suficientemente atractivo para ella, ¿ser Consejera de Cultura o Educación del Gobierno de Aragón?.

Era una chica moderna. Al menos para Miraval de Ebro, un pueblo próximo a Zaragoza aguas abajo. Los padres de Susana Garrido eran maestros y desde pequeña se empeñaron en introducirla en el entonces fabuloso mundo de los ordenadores. Quizá eso la situó en vanguardia en un lugar en el que las adolescentes sólo pensaban en tardes de discoteca. Le gustaban las humanidades y su sentido práctico la llevó a estudiar Derecho. Desde el primer curso se convirtió en delegada y demostró sus dotes políticas, las que puso en juego en las juventudes socialistas destacando por su energía y capacidad de iniciativa. Con veintitrés años se convirtió en una de los concejales más jóvenes de Aragón, dando un gran impulso a la cultura en su pueblo, aunque a los dos años de gestión ese cargo se le quedara corto. Buscó el encuentro con Leonardo Paredes, hombre clave en la Diputación Provincial de Zaragoza, un animal de partido que dominaba la ribera sur tejiendo fidelidades y prebendas. En la cena que celebró con los concejales de la zona en un restaurante de Fuentes de Ebro ella logró ponerse en su proximidad. Susana desplegó todos sus encantos, los políticos y más allá de ellos. Leonardo recibió el mensaje, le propuso tomar una copa y finalmente acabaron en un hotel de citas próximo a Zaragoza.

Aunque no era del todo consciente de ese discurso, Susana se identificaba con un posfeminismo pragmático. Las reivindicaciones tenían que ser sustituidas por la ocupación paulatina e inexorable de las parcelas del poder por parte de las mujeres y las de su generación estaban ya suficientemente preparadas y podían competir con los hombres en igualdad de condiciones, incluso ventajosamente en algunos casos. La joven diputada llevaba a la práctica esta intuición, más que credo, con proverbial acierto, gracias a unas gotas de cinismo maquiavélico (el fin justifica a veces los medios, qué diablos). Por eso trataba con cierto desdén a esas feministas trasnochadas que venían a pedirle fondos compensatorios Por eso detestaba la discriminación positiva y pensaba que esas compañeras persistían en su complejo de inferioridad frente a los hombres. Su opinión se hizo polémica cuando las miembras zaragozanas de CIMA, la asociación de cineastas mujeres, pugnaron por conseguir unos fondos especiales para fomentar películas realizadas por las de su sexo, negándose ella a otorgar esa ayuda especial.

Desde adolescente, en medio de la mediocridad rural, se marcó Susana una serie de metas que estaba consiguiendo merced a una acertada y tozuda planificación. No era un caso aislado, otras treintañeras de su círculo estaban ensayando esa pretensión de comerse el mundo con cierto éxito, sacrificando en cierto modo esa dependencia del instinto maternal que paralizaba la carrera de tantas compañeras que ella despreciaba en el fondo. Había intuido que el dinero y el poder estaban en la hábil conjugación de lo público y lo privado. Ahí el paradigma era Blas Costa y la joven de Miraval de Ebro lo puso desde ese momento en su afilado punto de mira.